SORBETE DE LIMON
SORBETE DE LIMON
de Luis Javier Garcia Morales
Y allí estaba yo, sentado junto a aquel hombre que desprendía un agradable aroma a crema solar. La verdad, me encontraba bastante a gusto. Por fin mi perro se había calmado, y descansaba a la sombra del banco. El sol abrasador brillaba en sus ojos, al igual que brillaba en la piel del extraño señor que acababa de conocer y que nunca había visto. Era un tipo realmente curioso, un hombrecillo de mediana estatura, con una larga y estrepitosa barba blanca, unos dientes que parecían cordilleras de lo picados que estaban, y una achatada nariz de la cual salían unos pelos negros, al igual que de sus pequeñas orejas. A su lado en el banco, bajo su mano, tenía un sobre muy antiguo. Llevaba una gorra desgastada, completamente deshilachada, que parecía tener las siglas JQ en la visera y un ancla justo al lado. Apoyaba su pipa encendida en la comisura de sus secos labios, y contemplaba el horizonte con una mirada sólida, perdida en las olas y las gaviotas que sobrevolaban la playa. Cuando aparecía un barco a lo lejos, suspiraba y echaba la pipa a un lado para darle un trago a su cerveza barata, de las cuales había otras cuatro vacías a su lado. Cogía migajas de pan de la bolsa del ultramarino de la esquina, y se las lanzaba a las palomas, que se multiplicaban por cada porción caída. Dombe, un mestizo que mi padre trajo de uno de sus usuales viajes a Lanzarote, gruñía a las migas que volaban sobre su cabeza, y movía más fuerte la cola por cada paloma que llegaba. J.Q (supuse que serían las siglas de su nombre), mientras, ni se inmutaba. Simplemente tiraba los trozos de pan al suelo, y mantenía firme y perdida la mirada en la lejanía del Atlántico. Pasaban lentos los minutos sentado junto a él, a la vez que volaban veloces los pájaros sobre nosotros. Caía la noche, y sin decir una sola palabra, se levantó, limpió su sitio, recogió sus cervezas, echó una última ojeada al mar, y susurró algo demasiado bajo para poder oírlo. Se despidió de Dombe –que estaba acostado boca arriba como suele hacer- me miró y me guiñó un ojo, y vi en su mirada cómo me invitaba a vernos mañana de nuevo. Se alejó entre la gente, que comenzaba a llenar los bares y terrazas de la zona, a la vez que la luna iba pintando el ambiente con su tenue luz. Decidí permanecer allí sentado un rato más. La verdad me apetecía, ahora que ya era verano, oler el mar, la arena, ver pasar a la gente, a los niños con las mochilas del colegio y la toalla, a los ancianos salir a pasear, verlos de la mano, a ellos, a los jóvenes, a los padres. Ver las luces del paseo marítimo encenderse, ver los bares llenos de vecinos, de conocidos, amigos y extranjeros. Cerré los ojos y soñé por un momento, pero el temprano ladrido de Dombe hacia una paloma que había vuelto a ver si conseguía alguna miga más, me hizo recordar que tenía que volver a casa porque mi madre había invitado a cenar a los nuevos vecinos, los Cabrera Pérez-Afonso, una familia que, según me contó, se mudó de aquí hace muchos años porque el padre consiguió un buen trabajo en la península y que ahora volvía por un asunto familiar, pero no sabía de qué se trataba. Los vi a la vuelta del instituto, y no me dieron muy buena espina. Sinceramente, parecían de la típica película estadounidense en la que todo es una tragedia nada más instalarse y demás. Pero mi idea cambió radicalmente, cuando, en la cena, los conocí mejor. Y a su hija, Gabriela…
Al día siguiente, me levanté un poco desconcertado. Los rayos de sol se colaban por la ventana, y yo aún estaba en la cama. Miré el móvil: las 11:25. Recordé entonces que era verano y que por fin había terminado primero de bachillerato. Qué sensación tan genial… Dos nuevos seguidores en Instagram, mensajes de Twitter, algunas fotos de Facebook y cuatro mensajes de Whatsapp: dos eran de mi madre; “duérmete ya” (00:35) y “ahora en serio, duérmete ya, besitos tkm” (01:14) y los otros dos eran de un número que no tenía guardado, así que ni los miré. Dejé el móvil y me levanté a cerrar bien las cortinas para intentar seguir descansando. Puse la sábana sobre mi cabeza, pero tenía demasiado calor, ese calor único de verano que invita a levantarte e ir a la playa. Justo entró Dombe corriendo y se me tiró encima, lamiéndome toda la cara. Esa mañana, no sé por qué, se le veía bastante feliz. Cuando por fin se calmó, entró mi hermana, Lucía. 8 años de pura energía revoloteando por mi cuarto a las once de la mañana el primer día de verano…
Pensé que sería un buen momento para ir a desayunar. Bajé a la cocina, donde mis padres se apresuraban porque llegaban tarde a una reunión de no sé qué cosa de su revista, y mi hermano mayor, Pedro, estaba ya sentado a la mesa con su novia, Mónica.
Me senté a comer, y charlé un rato con ellos, hasta que llegó Lucía con Dombe y se pusieron a jugar con la pelota –cosa que mis padres odian que hagan dentro de casa-, y como todavía no se habían marchado, salimos al jardín a desayunar. Hacía un sol espléndido, y los pájaros cantaban muy alegremente. En la casa de los Cabrera Pérez-Afonso ya se escuchaban los ajetreos de la mudanza, que si esto por allí que si esto por allá. Nos asomamos a su jardín… qué desastre. Todo lleno de cajas, muebles, juguetes… parecía que se iban a quedar allí un largo tiempo. Miré a la puerta de la casa, que justo se abría, y de la cual salía Gabriela de la mano de su hermano pequeño Miguel, que tenía síndrome de Down. Ella… ella estaba guapísima. Salían con las bicis y Pedro, que vio como yo sonreía al verla salir, y como seguramente brillaron mis ojos, les invitó a venir a tomar algo. Por debajo de la valla, le di una patada que le provocó la risa, porque en realidad sabía que yo deseaba que viniera. Casualmente, Pedro y Mónica tenían que irse por un asunto de urgencia. ¿Asunto de urgencia? Qué mentira más grande…
Lucía y Dombe enseguida consiguieron llamar la atención de Miguel, que se enamoró de ellos al instante. Se alejaron al fondo del jardín, donde gracias a la sombra de las palmeras y a la hamaca que colgaba entre dos de ellas, se estaba realmente a gusto. Era mi sitio preferido de la casa: cuando no tenía que estudiar, me gustaba ir allí a relajarme y no pensar en nada, simplemente cerraba los ojos y escuchaba música. Titubeé cuando Gabriela se acercó a saludarme. No podía dejar de mirar al suelo. Di un paso y le di un beso, como acostumbro, pero ella al ir a darme el segundo, chocó con el caluroso aire que flotaba en el ambiente. Fue un momento incómodo, la verdad, pero sonrió y esa sonrisa perfecta fue la que me descompuso por completo. Nos sentamos en la mesa, pero ella propuso coger el mantel y ponerlo en la hierba, que estaba recién cortada.
-S… si si, claro- dije temblando. Sentí el roce de sus dedos en la palma de mi mano y eso me desordenó las ideas. Parecía que mi mirada estuviera buscando algo entre las plantas, y no se me ocurrió otra cosa que sacar el móvil. Ella sentada a mi lado, y yo con el teléfono…
-Te mandé dos mensajes ayer, pero no te has conectado todavía- dijo, a la vez que sacaba su iPhone-. Ayer Pedro me dio tu número, pero será que no quieres hablarme…- soltó entre dientes con un tono suspicaz, a la vez que giraba la cara y esbozaba una media sonrisa.
Se me erizó la sangre que corría por las venas. El estómago se me encogió tanto que hasta Dombe, ahora descansando en mis piernas, lo notó. No fui capaz de decir nada, simplemente se me escapó una tonta sonrisa y un:
-Es que…-
-Anda anda, si tampoco pasa nada-. Tranquilo, cuando te decidas, estaré atenta al móvil. Me dio un beso en la mejilla, aunque bastante cerca del labio, y se levantó. Sonrió con un maravilloso gesto, y giró su enorme pelo. El olor a vainilla me inundó por completo. No pude más que mirar su caminar, seguro y firme, y martirizarme por haber sido tan estúpido. Pensé en las posibilidades de que alguien, ante semejante belleza, pudiera ser tan tonto como yo, y me consoló pensar que seguro no soy el único al que le ha pasado. Intenté seguir indagando en mis pensamientos, pero me desconcentraron los ladridos del perro, que volvía a correr detrás de la pelota que Miguel y Lucía se pasaban entre ellos. Saqué mi iPhone; eran las 12:30. Allí seguían los dos mensajes, pero cobarde, fui incapaz de mirarlos. Me pregunté si JQ ya estaría en el banco de ayer, así que como en un primer momento pensaba hacer, cogí mi bañador y mis cholas y salí de casa, camino a la playa, intentando olvidar el vergonzoso momento que pasé con Gabriela.
A pesar de las insistentes miradas de pena de Dombe, decidí no llevarle esta vez, para que no estuviera gruñendo todo el rato. Tampoco llevé el móvil, tenía miedo de que me mandara otro mensaje y yo no fuera capaz de contestar. –Ya le responderé por la noche- me aseguré a mí mismo.
El camino entre mi casa y la playa se me hizo eterno por el sol que lucía. Me apeteció mucho un helado y me acerqué a la heladería de toda la vida, un pequeño local que, a pesar de su tamaño, tenía una gran terraza desde la cual se veían los islotes y las costas de Lanzarote bañadas por el inmenso Atlántico. Sobrevolaban pardelas el horizonte, allá a lo lejos, cruzando los cielos con los alisios. La señora Cabrera, regordeta y bastante desmejorada por el tiempo, era la dueña del establecimiento, y me conoce desde que mi madre estaba embarazada, así que era como una segunda madre para mí. Para mí, y para la mitad de los jóvenes de mi edad. Sabía perfectamente que el sorbete de limón era mi preferido, y cada vez que lo pedía me servía más de lo normal. Tenía una sonrisa muy agradecida, y una mirada profunda en sus ojos azules, hundidos en moradas ojeras que llevaba desde que tengo memoria. Últimamente había notado que de vez en cuando se quedaba con la mirada perdida, como si estuviera viajando a un mundo paralelo. Parecía enferma. El ruido del negocio, -y los gritos de los niños desesperados por su helado-, la traían de vuelta y volvía su sonrisa que desde hace casi 40 años alumbra diariamente a cuantas generaciones han degustado los increíbles y mágicos sabores hechos por ella misma.
En aquel banco antiguo- de los pocos que quedaban, porque estaban remodelando la avenida- estaba ya sentado JQ, cerveza en mano, con esa mirada que parecía verse atraída por las remotas constelaciones. Él estaba allí, físicamente, pero desde luego su cabeza estaba en un lugar muy, muy lejano. Quizá pensaba en su vida, en qué hacía allí, con aquella cerveza barata, con esa barba sucia, con ese aspecto, y con esa gorra ridícula que, de lo que pudo ser, ya no tenía nada. De repente -no sé cómo me vio llegar- empezó a hablar y a hablar, y a mí me parecieron horas.
…
Al acabar hizo una pausa. “Es esta mí, nuestra historia chico”- y se fue en dirección al muelle, desapareciendo entre los barcos. Y, al fondo, brillaba la luz de la luna. Tembló en el ambiente el aullido de un perro, al que reaccioné minutos más tarde cuando, ni siquiera aún, había salido de mi asombro. Era de noche.
…
Cerré los ojos para oír al mar besar la orilla. Sentí un extraño placer cuando la espuma me acarició los dedos, y percibí ese aroma a sal que tanto me gusta. Noté cómo el recuerdo de sus labios rozaba los míos, y entreabrí los ojos pensando, por un momento, que seguía allí, quizá entre las palmeras, quizá entre las miles de millones de partículas de la fina arena negra. Noté el calor del fuego de la hoguera que brillaba a mis espaldas. Hacía frío. Oí, entre el eco de la suave brisa, un “te quiero” perdido que me erizó la piel. En mi cabeza resonaba una y otra vez su risa, y en la luna parecía verse reflejada su sonrisa. En mi Atlántico infinito veía pequeñas luces, quizá de barcos, quizá de alguna isla perdida, quizá de alguna estrella confusa que añoraba, como yo, el amor. El dulce sonido de su voz iba y venía con las olas, como la del grillo que, a lo lejos, tarareaba fiel su melodía.
Sujetaba en mis manos su reloj. Fue un regalo de su abuelo, y ella me lo regaló la última semana que estuvimos juntos. Sólo tenía una aguja; el segundero. Así era como ella solía decirme que me amaba, segundo a segundo. Así era como su abuela quería a su abuelo. Dejé caer una lágrima en el cristal y enseguida se perdió en la arena. No lloré más; ella solía decírmelo, yo se lo prometí: “nunca, nunca llores si yo no estoy contigo para consolarte”. Me senté a mirar hasta donde no me alcanzaba la vista. Entre mis manos jugaba, como con el tiempo, con la fina arena de la playa, que caía sobre la primera foto que nos sacamos juntos. En mi cabeza me hacía la misma pregunta una y otra vez: ¿Acaso había, ahora que Gabriela ya no estaba, algo importante? Pensé mucho en la respuesta –si acaso la había-. Es ahora cuando la necesitaría a ella, que siempre tenía una. Aprendí muchísimo con y de ella, y sé que me pediría que siguiera, que saliera adelante, me haría prometer que sería fuerte. Yo no sentía las fuerzas, pero poco a poco me di cuenta de todas las cosas importantes que tenía en mi vida: mi carrera, que había sacado año por año, mi perro, que nunca me falló, mi hermano, al que amo y que está planeando su boda con Mónica, mis padres, que siempre han estado ahí, mi isla, a la cual adoro… y sus abuelos, Gregoria y Joaquín, quienes me han demostrado que, a pesar del tiempo y la distancia, de los errores y equivocaciones, el amor, si es verdadero, es posible.
Era ya muy de noche cuando decidí volver a casa para descansar. Pasé como siempre hice, más de niño, por la avenida, por todas las palmeras y todas las solitarias farolas, por todos los bares en los que a pesar de la hora todavía había clientes, y me detuve en la puerta de la heladería. La heladería en la cual pasé eternas horas sin saber que su dueña, mi segunda madre, era abuela de la chica a la que yo amaría sin descanso desde el primer segundo en que la vi. La puerta estaba cerrada y el cartel colgado, pero entré y allí estaba ella, con su piel aún morena desgastada por los años, con su siempre dulce mantel manchado de un sinfín de colores y sabores. Me miró con los ojos de la experiencia, con los ojos de una mujer que sufrió toda una vida la ausencia de su gran amor- como lo era Gabriela para mí y como siempre lo fue Joaquín para ella- y me hundió en sus veteranos brazos. Ella nunca perdió la esperanza de volver a ver a su amor –y lo hizo- sólo por el hecho de que seguía viva, pero sabía que el mío, su nieta, nunca volvería. Permanecimos un rato así, en silencio, sin palabras. Yo sentía cariño, sentía una amiga, una abuela y una madre. Sentía calor y no venía de la vela que siempre permanecía encendida en el mostrador. Me entraron ganas de llorar, y noté que ella lo hacía. Era la primera vez que la veía hacerlo. Qué dura llega a ser la vida. Cómo sufrimos. Cuánto lo hacemos por amor. Me cogió de los brazos, me miró fijamente con los ojos llorosos y me dijo: “Daniel, no dejes que todo lo que has pasado con ella sea en vano. Recuérdalo como la mejor época que has vivido hasta ahora, recuérdala a ella como tu gran amor, pero no dejes que esto te supere. Debes superarlo tú. Ella se sentirá orgullosa de ti allí donde esté, pero tienes que sobreponerte”- y se metió en el almacén sin decir nada más. Abrí la puerta. Salí, hacía frío. Me dirigí a casa.
Al llegar a mi cuarto esa noche, el espacio me atormentaba. Habían pasado casi ocho años desde aquella vez en el jardín, cuando no pude siquiera mirarla a los ojos. Ahora, en esta cama infinita en la que tantas noches dormimos a escondidas cuando éramos demasiado jóvenes para poder decirlo y en la que tantas noches nos entregamos el uno al otro, recuerdo todos aquellos momentos y a pesar del dolor no puedo evitar que se me escape una sonrisa. Recordé las últimas palabras de JQ, como yo lo conocía por aquel entonces, en nuestra primera conversación: “Y a pesar de todo, la seguí amando cada día. La seguí teniendo en mi mente a cada momento. Sabes, es como las estrellas, no siempre puedes verlas, pero están ahí. Y ella siempre ha sido la más grande de mi universo. Es esta mí, nuestra historia chico”. Cerré los ojos.
…
“Era una época difícil, yo estaba todo el día en la mar. No conseguíamos buena pesca. Gregoria y yo discutíamos por ello. Éramos jóvenes, yo tenía 33 y ella cumpliría los 29 dentro de poco. Ella me aseguraba que con la heladería teníamos suficiente para vivir, incluso más. Y es verdad, teníamos la suerte de ser la más famosa y solicitada de la isla, pero yo quería darle a ella todas las cosas que se merecía. Salía muy temprano por la mañana y volvía de noche cerrada, los días que volvía. Aun así, ella siempre me esperaba con una sonrisa. Pero empecé a faltar cada vez más días, poco a poco fueron siendo semanas. En los puertos era imposible encontrar un bar donde no hubiera alcohol. Algo que he aprendido, y que sufrí esos días para perjudicarme todos estos años, es que cuando somos débiles somos mucho más vulnerables. Comencé a beber más y más. Al principio volvía a casa siempre sobrio, pero con el tiempo empecé a llegar cada vez más ebrio. Mírame. En qué me convertí. Ella me suplicaba que no volviera a salir. Esperábamos un hijo. Ni siquiera eso me hizo recapacitar. La primera noche que salí después de saberlo, no volví. Cuando me dirigía al barco, botella en mano, me di la vuelta. Paré un segundo. Miré esos ojos azules que me habían enamorado y me seguían teniendo enamorado. Vi en ellos vacío, decepción, pena, tristeza. Vi que comprendían que esta vez no había billete de vuelta. Vi, por primera vez, ira. Pero yo, con el alma hundida en la miseria y ahogada en alcohol, puse un pie en aquel maldito barco. Chico, nunca seas tan cobarde como yo. No permitas que alguien tan infinitamente buena como ella esté a tu lado si vas a ser como yo lo fui. Algunos meses después, estando en altamar, me llegó un sobre. En la parte de atrás había escrito un mensaje: no me vuelvas a dar la espalda, por lo menos sé un hombre y léela. La abrí, y mientras lo hacía, derramé en ella el resto de una botella de ron. Era su impecable letra. Había nacido nuestro hijo. “Tú precioso hijo, que tú te estás perdiendo, ha nacido. Le diré quién y cómo eres, así no será como tú”. Pasaron 39 años hasta que volvió la siguiente carta. La semana pasada. Venía de Madrid. –“Hola Papá, soy tu hijo. Sólo quería que supieras que vivo en Madrid con mi mujer y mis dos hijos, una nieta y un nieto para ti, pero tengo que volver a la isla. Mamá está enferma. Pensé que te interesaría. Un beso.” Aquellas palabras fueron espadas clavándose en mi corazón lentamente. Tiré la botella que tenía en la mano. Sentí que todo el daño, todo el dolor que había hecho sufrir a la gente de mí alrededor se concentraba en cada rincón de mi cuerpo, como pequeños y múltiples orígenes del universo sucediéndose en cada pedazo de mi sucia piel. Era el castigo por ello. Pero volvería. Chico yo iba a volver a mi isla. Ese mensaje activó algo en mí. Estaba harto de llevar tanto tiempo siendo un cobarde, escondiéndome tras botellas vacías que solo me lle naban de penas. En el viaje de vuelta, no sabía qué me iba a encontrar. No sabía cómo estaría la ciudad de la que había huido, pero lo que me atormentaba y me llevaba atormentando tantísimos años, era Gregoria. A pesar de todo, de mi error, de todos y cada uno de mis fallos, la eché de menos cada hora, cada minuto, cada segundo. “Te amo segundo a segundo, Joaquín, por eso en el reloj solo necesitas el segundero” me dijo cuando me regaló este reloj. Me comía por dentro preguntarme si me querría tan siquiera volver a ver. Una parte de mi quería que fuera así, que hubiera olvidado a su borracho y cobarde amor, pero otra necesitaba que me recordara como el que era antes de irme. Chico cuando conozcas a una mujer que te hace tan feliz como ella siempre lo hizo, cuando es tan rica de corazón que cada día te hace vivir una aventura, entonces acuérdate de este viejo y no la cambies, no la dejes ir. El único material que importa es el corazón, pero es tan frágil y tan poderoso que tienes que cuidarlo, a pesar de cualquier circunstancia. Llegué hace dos días. Ya no estaba mi viejo barco. Y lo único que he hecho ha sido comprarme estas cervezas, nada más. En realidad, todo lo que he hecho en mi vida, ha sido eso, nada. Le fallé, no una vez, sino cada día durante todos los años que no estuve, y todos en los que estuve pero la hice sufrir. Pero a pesar de todo, la seguí amando. La seguí teniendo en mi mente a cada momento. Sabes, es como las estrellas, no siempre puedes verlas, pero están ahí. Y ella siempre ha sido la más grande de mi universo.” Hizo una pausa. “Es esta mí, nuestra historia chico.”
…
Volvía a casa aún sin salir de mi asombro, pensando en la historia que me acababa de contar. En un principio no le creí, pero se veía en su mirada tanta verdad que se me hizo imposible no hacerlo. Tenían sus ojos un brillo tan especial, tan profundo ante una verdad tan sincera, que supe que aquel hombre decía la verdad. Vi a Gregoria Cabrera de lejos, y no vi a una mujer anciana, enferma y apagada, vi a una joven, viva y con toda la luz y plenitud del mundo sonriéndole a su amado, feliz. Me imaginé, por en segundo, lo diferentes que podrían haber sido las cosas si Joaquín no hubiera puesto su pie en aquel barco para no regresar hasta ahora, qué habría pasado si hubiera recapacitado. Quizá Gabriela y yo no nos hubiéramos conocido, quizá ella ni siquiera existiría, quizá no me hubiera rozado con su mano e hipnotizado con su mirada. Me di cuenta de cómo nuestras decisiones nos cambian la vida, y cuánto nos pueden llegar a afectar las de los demás. Recordé entonces que, antes de salir de casa, había tomado una decisión, hablar con Gabriela.
Nos vimos al día siguiente, como acordamos esa noche. Y los siguientes siete. Hablábamos como si estuviéramos pensando en voz alta. Nunca había conocido a nadie tan inteligente. Tenía algo, era rara, muy rara, y era distinta, muy distinta a las chicas que yo había conocido. Y fue ese algo que no era nada pero que para mí significó todo, lo que me llevó, no sé si conscientemente, a tomar una decisión. Quizá fue que me seguían pesando demasiado las palabras de JQ, quizá fue esa incontrolable sensación de tormenta en el pecho, quizá fue el amor o quizá fue pensar que quien no arriesga no gana, pero aun sin saber bien el porqué, me acerqué a ella y la besé. El tiempo se detuvo y yo sentí la necesidad de seguir besándola, de perderme en sus lunares, de acariciarle la piel, de tocarle el pelo, de caminar por su voz, de volar en sus ojos, de colarme entre sus dedos, de recorrer su cuerpo una y otra vez. Abrí los ojos aun besándola y como si me hubiera visto ella también lo hizo, y nos miramos por un segundo que fue eterno y me colé en su alma y desde ese momento anclé en ella mi ser. El siguiente segundo no pudimos evitar sonreír y nos abrazamos, y volví a sentir una necesidad, de atarme a su ombligo, de acostarme en sus labios, de oír su respiración, de decirle un “te quiero” al oído. Y seguimos hablando y seguí sintiendo la necesidad de a cada rato darle un beso y que ella me lo diera a mí. Y sentí la necesidad de correr y la cogí del brazo y corrimos por la avenida, y al llegar a la playa nos descalzamos y seguimos corriendo. Y cuando no nos dio el aire para más, nos sentamos en el suelo, exhaustos, y nos miramos el uno al otro. Aunque en mis ojos no estuviera escrito que quería estar con ella constantemente, sé que lo apreció. Acarició mi cara con su mano y la dejó posada. Me volvió a besar.
Permanecimos un rato en silencio. De repente noté que suspiraba, y antes de decirlas, adiviné sus palabras por la forma en que miraba a la terraza de la heladería.
-Mi abuela está enferma, por eso hemos venido- me dijo con un claro tono de preocupación.
-Se recuperará, es muy fuerte- le dije mientras le cogía la mano.
-No sé Dani, ha sufrido mucho y lleva sola muchísimo tiempo. Hemos hablado con ella y no está animada. Lo único que le mantiene la ilusión es la cara y la sonrisa de los niños al entrar en la heladería. Ahora que vinimos nosotros ha estado más distraída, ya sabes por Miguel y por mí. Le alegra mucho que nos hayamos hecho amigos. Te quiere mucho y dice que eres un chico fantástico. Pero aun así, tantos años sola y encima ahora que está enferma… echa muchísimo de menos a mí abuelo, que…
-Lo sé- la interrumpí. Dudé un segundo si contarle que había conocido a su abuelo, pero decidí que era lo mejor. -Gabriela tu abuelo está aquí. Lo conocí la semana pasada, me contó toda la historia. Me la contó solo a mí, no sé por qué, lo vi en ese banco de ahí y al día siguiente me lo dijo todo-. Vi la sorpresa en la expresión de su cara.
-¿Cómo sabes que era él? No lo conoces, ni siquiera mis padres y yo lo conocemos-.
-No le creí al principio. Pero empezó a hablar y vi en sus ojos tanta verdad, tanta rabia contra sí mismo, lo contó con tanta vida que sé que dice la verdad-. Confía en mí. Está aquí, y estoy seguro de que vendrá y se sentará en ese banco. Solo tenemos que esperarle. Y esperamos. Cuatro días estuvimos esperando siempre a la misma hora, pero no aparecía. Al quinto empezamos a pensar que se habría vuelto a ir, que todo había sido una mentira. Pero justo antes de irnos y darnos por vencidos, vimos aparecer entre las máquinas de la obra una figura de traje marrón, muy arreglado, bien peinado y afeitado y con un ramo de rosas rojas, y una gorra vieja en la mano.
-Chico no creerías que me iba a presentar con aquellas ropas. He tenido que hacer un gran esfuerzo para conseguir todo esto. Estoy preparado para que no me quiera ver, pero yo necesito al menos intentarlo-.
Cuando terminó de hablarme a mí, miró a Gabriela. Se le puso el gesto frío, tenso, como si inmediatamente la hubiera reconocido. La verdad, tenían esa misma mirada profunda, y se ataron la una a la otra. Se les perdieron a ambos las palabras entre la energía de sus ojos. Ella supo que él era su abuelo. Ese abuelo que nunca conoció pero del cual sabía toda su historia. No sabía qué sentía. ¿Alegría, odio? Qué delgada se le hizo la línea que separa a ambos. Por cada segundo que pasaba se balanceaba a un lado y al otro de esa línea. Lo había echado de menos desde que era una niña, y recordó todas aquellas noches en que miraba a la luna, agarrando la mano de su peluche –sus dos mejores amigos- buscando una respuesta, si algún día volvería, preguntándose cómo le iría allá donde estuviese. Se había imaginado muchísimas veces esa primera vez de todas las formas que sean posibles en una niña, pero ahora que la estaba viviendo no sabía cómo reaccionar. Él se arrodilló, delante de ella. Sacó dos rosas del ramo, que me dio para que lo sujetase, y con la otra mano cogió la suya. Ella no la rechazó.
-Te he pensado cada día, a ti y a tu hermano, desde que me llegó la carta hace unas semanas. He pensado cada día en tu abuela y la he intentado sentir en cada estrella del cielo, no ha habido día que no haya pensado en tu padre, ni siquiera sabía cómo era pero deseaba que fuera todo lo contrario a mí. De verdad, les he fallado todos y cada uno de los días de mi vida, y no creo que les merezca. Es egoísta venir ahora, cambiar tu vida, la de toda la familia. Pero cuando supe lo de tu abuela… no pude soportar pensar que le fuera a pasar algo más. Me hizo abrir los ojos y ahora estoy aquí. Lo siento. Con el corazón, lo siento-. Lloraba.
-Si de verdad lo sientes, ve con ella y díselo. Sé un hombre ahora y ten el valor de afrontar todos estos años que no has estado-. Su mirada era tan fría que casi se notaba en el ambiente. Ella también empezó a llorar. Cogidos de la mano, lloraban los dos todos los años separados sin conocerse. Gabriela le dio un beso en la frente, él se levantó y le dio otro. Estuvieron un rato abrazados. Yo, que había estado observándolo todo, le hice un gesto a Gabriela señalando el móvil, para que me avisara más tarde. Asintió. Y ellos, juntos de la mano, ella con dos rosas y él con un ramo, fueron camino de la heladería.
…
Gregoria se recuperó de su enfermedad. Todavía se estaba reponiendo de la última operación, pero se encontraba con ganas, ganas que no tenía desde hacía tiempo. Joaquín estuvo con ella cada día y cada noche en el hospital. Ya había pasado un mes desde que se presentara con Gabriela en la heladería. Cuando lo vio aparecer, le pasaron los 40 años de soledad por sus ojos en un segundo. Se le unieron todos y cada uno de los sentimientos posibles en el corazón, y bailaban tan locamente que alcanzaron hasta el último rincón de su frágil cuerpo. Gabriela enseguida puso el cartel, cerró la puerta, y se fue.
Nadie sabe lo que pasó en aquella heladería. Pero estoy seguro de que la magia que surgió es mil veces más bella a cualquier amanecer o espectáculo natural que ningún ser haya podido presenciar. Ellos no quisieron contar nada. Pero cuando Gregoria tuvo que ingresar, él no se apartó ni un segundo de su lado.
Gabriela y yo ya éramos oficialmente novios, todos en nuestras familias lo sabían y mis amigos no paraban de mandarme mensajes para salir. Quedaba poco verano, y teníamos que aprovechar al máximo el tiempo. Hicimos muchísimas cosas, ella y yo solos, con los amigos o en familia. Incluso aprovechamos unos días que mis padres no trabajaban y nos fuimos a Tenerife, donde hicimos un recorrido por toda la isla, sus preciosas costas norteñas y sus calurosas playas sureñas, visitamos el Teide que impresionó muchísimo a Gabriela –a quién no- y paseamos por todos sus parques y alrededores.
…
Al volver a abrir los ojos, vi su lado de la cama hecho. Recordé que ya no estaba. Le habían detectado un cáncer hacía un mes, y a pesar de que luchó, de que todos luchamos con todas nuestras fuerzas, no pudo superarlo. El día que me llamó para decirme que se lo habían detectado yo estaba a punto de entrar a un juicio como secretario judicial. Una separación. “Hasta que la muerte os separé” pensé. Comprendí la sensación que Joaquín me había contado años atrás. “Espadas clavándose en mi corazón lentamente”. Así fueron las palabras de Gabriela. Inmediatamente cogí el coche y fui directo al hospital.
-Un mes, como mucho- me dijo. No llores, Dani. Tampoco cuando yo no esté, no lo hagas si yo no puedo consolarte. Quiero que este mes sólo me sonrías. Ese es el recuerdo que quiero de ti. Quiero que pasemos juntos el tiempo que nos queda y tenemos que aceptar que es muy poco.
Pasamos sus últimos días dando paseos por la playa, era lo único que le apetecía. Nos sentábamos, llevábamos las cosas para comer allí. Cada vez estaba más pálida, cada vez tenía menos fuerza. Pasábamos muchísimo tiempo en silencio, cogidos de la mano, sin pensar en el tiempo. Ya no importaba. Mirábamos aquellos preciosos amaneceres y atardeceres. Ahora le dábamos muchísimo más valor a los detalles insignificantes. Dombe, mucho menos juguetón que antes, solía venir con nosotros. Él también estaba mayor y sabía que a Gabriela le ocurría algo.
-Toma el reloj Dani, quiero que te lo quedes- me dijo casi sin fuerzas para hablar.
Lo cogí y miré el segundero. La aguja seguía pasando, segundo a segundo, pero la vida, o la muerte, ya había determinado que cada vez quedaban menos por pasar estando juntos. En mi cabeza vi la aguja parándose, para siempre. Ese pensamiento se coló entre la vida que yo me había imaginado junto a ella, entre lo que habíamos vivido, entre lo que yo pensé y deseé que nos quedaba por vivir.
-Me hubiera gustado envejecer contigo, Gabriela. Sabes, desde que te vi por primera vez, nos imaginé haciéndolo-.
-Lo sé- dijo mientras se apoyaba en mi pierna. “Te quiero” susurró justo antes de quedarse dormida.
Gabriela Cabrera murió esa semana. Permanecí a su lado hasta su último suspiro. Tomamos juntos por última vez un sorbete de limón, nuestro preferido. En la mesa, apagué la vela que habíamos encendido. La cera se secaría, pero la llama de Gabriela seguiría derramándola en mi recuerdo y aunque su corazón se hubiera parado, en el latido del mío yo la conservaría.
FIN
de Luis Javier Garcia Morales
Y allí estaba yo, sentado junto a aquel hombre que desprendía un agradable aroma a crema solar. La verdad, me encontraba bastante a gusto. Por fin mi perro se había calmado, y descansaba a la sombra del banco. El sol abrasador brillaba en sus ojos, al igual que brillaba en la piel del extraño señor que acababa de conocer y que nunca había visto. Era un tipo realmente curioso, un hombrecillo de mediana estatura, con una larga y estrepitosa barba blanca, unos dientes que parecían cordilleras de lo picados que estaban, y una achatada nariz de la cual salían unos pelos negros, al igual que de sus pequeñas orejas. A su lado en el banco, bajo su mano, tenía un sobre muy antiguo. Llevaba una gorra desgastada, completamente deshilachada, que parecía tener las siglas JQ en la visera y un ancla justo al lado. Apoyaba su pipa encendida en la comisura de sus secos labios, y contemplaba el horizonte con una mirada sólida, perdida en las olas y las gaviotas que sobrevolaban la playa. Cuando aparecía un barco a lo lejos, suspiraba y echaba la pipa a un lado para darle un trago a su cerveza barata, de las cuales había otras cuatro vacías a su lado. Cogía migajas de pan de la bolsa del ultramarino de la esquina, y se las lanzaba a las palomas, que se multiplicaban por cada porción caída. Dombe, un mestizo que mi padre trajo de uno de sus usuales viajes a Lanzarote, gruñía a las migas que volaban sobre su cabeza, y movía más fuerte la cola por cada paloma que llegaba. J.Q (supuse que serían las siglas de su nombre), mientras, ni se inmutaba. Simplemente tiraba los trozos de pan al suelo, y mantenía firme y perdida la mirada en la lejanía del Atlántico. Pasaban lentos los minutos sentado junto a él, a la vez que volaban veloces los pájaros sobre nosotros. Caía la noche, y sin decir una sola palabra, se levantó, limpió su sitio, recogió sus cervezas, echó una última ojeada al mar, y susurró algo demasiado bajo para poder oírlo. Se despidió de Dombe –que estaba acostado boca arriba como suele hacer- me miró y me guiñó un ojo, y vi en su mirada cómo me invitaba a vernos mañana de nuevo. Se alejó entre la gente, que comenzaba a llenar los bares y terrazas de la zona, a la vez que la luna iba pintando el ambiente con su tenue luz. Decidí permanecer allí sentado un rato más. La verdad me apetecía, ahora que ya era verano, oler el mar, la arena, ver pasar a la gente, a los niños con las mochilas del colegio y la toalla, a los ancianos salir a pasear, verlos de la mano, a ellos, a los jóvenes, a los padres. Ver las luces del paseo marítimo encenderse, ver los bares llenos de vecinos, de conocidos, amigos y extranjeros. Cerré los ojos y soñé por un momento, pero el temprano ladrido de Dombe hacia una paloma que había vuelto a ver si conseguía alguna miga más, me hizo recordar que tenía que volver a casa porque mi madre había invitado a cenar a los nuevos vecinos, los Cabrera Pérez-Afonso, una familia que, según me contó, se mudó de aquí hace muchos años porque el padre consiguió un buen trabajo en la península y que ahora volvía por un asunto familiar, pero no sabía de qué se trataba. Los vi a la vuelta del instituto, y no me dieron muy buena espina. Sinceramente, parecían de la típica película estadounidense en la que todo es una tragedia nada más instalarse y demás. Pero mi idea cambió radicalmente, cuando, en la cena, los conocí mejor. Y a su hija, Gabriela…
Al día siguiente, me levanté un poco desconcertado. Los rayos de sol se colaban por la ventana, y yo aún estaba en la cama. Miré el móvil: las 11:25. Recordé entonces que era verano y que por fin había terminado primero de bachillerato. Qué sensación tan genial… Dos nuevos seguidores en Instagram, mensajes de Twitter, algunas fotos de Facebook y cuatro mensajes de Whatsapp: dos eran de mi madre; “duérmete ya” (00:35) y “ahora en serio, duérmete ya, besitos tkm” (01:14) y los otros dos eran de un número que no tenía guardado, así que ni los miré. Dejé el móvil y me levanté a cerrar bien las cortinas para intentar seguir descansando. Puse la sábana sobre mi cabeza, pero tenía demasiado calor, ese calor único de verano que invita a levantarte e ir a la playa. Justo entró Dombe corriendo y se me tiró encima, lamiéndome toda la cara. Esa mañana, no sé por qué, se le veía bastante feliz. Cuando por fin se calmó, entró mi hermana, Lucía. 8 años de pura energía revoloteando por mi cuarto a las once de la mañana el primer día de verano…
Pensé que sería un buen momento para ir a desayunar. Bajé a la cocina, donde mis padres se apresuraban porque llegaban tarde a una reunión de no sé qué cosa de su revista, y mi hermano mayor, Pedro, estaba ya sentado a la mesa con su novia, Mónica.
Me senté a comer, y charlé un rato con ellos, hasta que llegó Lucía con Dombe y se pusieron a jugar con la pelota –cosa que mis padres odian que hagan dentro de casa-, y como todavía no se habían marchado, salimos al jardín a desayunar. Hacía un sol espléndido, y los pájaros cantaban muy alegremente. En la casa de los Cabrera Pérez-Afonso ya se escuchaban los ajetreos de la mudanza, que si esto por allí que si esto por allá. Nos asomamos a su jardín… qué desastre. Todo lleno de cajas, muebles, juguetes… parecía que se iban a quedar allí un largo tiempo. Miré a la puerta de la casa, que justo se abría, y de la cual salía Gabriela de la mano de su hermano pequeño Miguel, que tenía síndrome de Down. Ella… ella estaba guapísima. Salían con las bicis y Pedro, que vio como yo sonreía al verla salir, y como seguramente brillaron mis ojos, les invitó a venir a tomar algo. Por debajo de la valla, le di una patada que le provocó la risa, porque en realidad sabía que yo deseaba que viniera. Casualmente, Pedro y Mónica tenían que irse por un asunto de urgencia. ¿Asunto de urgencia? Qué mentira más grande…
Lucía y Dombe enseguida consiguieron llamar la atención de Miguel, que se enamoró de ellos al instante. Se alejaron al fondo del jardín, donde gracias a la sombra de las palmeras y a la hamaca que colgaba entre dos de ellas, se estaba realmente a gusto. Era mi sitio preferido de la casa: cuando no tenía que estudiar, me gustaba ir allí a relajarme y no pensar en nada, simplemente cerraba los ojos y escuchaba música. Titubeé cuando Gabriela se acercó a saludarme. No podía dejar de mirar al suelo. Di un paso y le di un beso, como acostumbro, pero ella al ir a darme el segundo, chocó con el caluroso aire que flotaba en el ambiente. Fue un momento incómodo, la verdad, pero sonrió y esa sonrisa perfecta fue la que me descompuso por completo. Nos sentamos en la mesa, pero ella propuso coger el mantel y ponerlo en la hierba, que estaba recién cortada.
-S… si si, claro- dije temblando. Sentí el roce de sus dedos en la palma de mi mano y eso me desordenó las ideas. Parecía que mi mirada estuviera buscando algo entre las plantas, y no se me ocurrió otra cosa que sacar el móvil. Ella sentada a mi lado, y yo con el teléfono…
-Te mandé dos mensajes ayer, pero no te has conectado todavía- dijo, a la vez que sacaba su iPhone-. Ayer Pedro me dio tu número, pero será que no quieres hablarme…- soltó entre dientes con un tono suspicaz, a la vez que giraba la cara y esbozaba una media sonrisa.
Se me erizó la sangre que corría por las venas. El estómago se me encogió tanto que hasta Dombe, ahora descansando en mis piernas, lo notó. No fui capaz de decir nada, simplemente se me escapó una tonta sonrisa y un:
-Es que…-
-Anda anda, si tampoco pasa nada-. Tranquilo, cuando te decidas, estaré atenta al móvil. Me dio un beso en la mejilla, aunque bastante cerca del labio, y se levantó. Sonrió con un maravilloso gesto, y giró su enorme pelo. El olor a vainilla me inundó por completo. No pude más que mirar su caminar, seguro y firme, y martirizarme por haber sido tan estúpido. Pensé en las posibilidades de que alguien, ante semejante belleza, pudiera ser tan tonto como yo, y me consoló pensar que seguro no soy el único al que le ha pasado. Intenté seguir indagando en mis pensamientos, pero me desconcentraron los ladridos del perro, que volvía a correr detrás de la pelota que Miguel y Lucía se pasaban entre ellos. Saqué mi iPhone; eran las 12:30. Allí seguían los dos mensajes, pero cobarde, fui incapaz de mirarlos. Me pregunté si JQ ya estaría en el banco de ayer, así que como en un primer momento pensaba hacer, cogí mi bañador y mis cholas y salí de casa, camino a la playa, intentando olvidar el vergonzoso momento que pasé con Gabriela.
A pesar de las insistentes miradas de pena de Dombe, decidí no llevarle esta vez, para que no estuviera gruñendo todo el rato. Tampoco llevé el móvil, tenía miedo de que me mandara otro mensaje y yo no fuera capaz de contestar. –Ya le responderé por la noche- me aseguré a mí mismo.
El camino entre mi casa y la playa se me hizo eterno por el sol que lucía. Me apeteció mucho un helado y me acerqué a la heladería de toda la vida, un pequeño local que, a pesar de su tamaño, tenía una gran terraza desde la cual se veían los islotes y las costas de Lanzarote bañadas por el inmenso Atlántico. Sobrevolaban pardelas el horizonte, allá a lo lejos, cruzando los cielos con los alisios. La señora Cabrera, regordeta y bastante desmejorada por el tiempo, era la dueña del establecimiento, y me conoce desde que mi madre estaba embarazada, así que era como una segunda madre para mí. Para mí, y para la mitad de los jóvenes de mi edad. Sabía perfectamente que el sorbete de limón era mi preferido, y cada vez que lo pedía me servía más de lo normal. Tenía una sonrisa muy agradecida, y una mirada profunda en sus ojos azules, hundidos en moradas ojeras que llevaba desde que tengo memoria. Últimamente había notado que de vez en cuando se quedaba con la mirada perdida, como si estuviera viajando a un mundo paralelo. Parecía enferma. El ruido del negocio, -y los gritos de los niños desesperados por su helado-, la traían de vuelta y volvía su sonrisa que desde hace casi 40 años alumbra diariamente a cuantas generaciones han degustado los increíbles y mágicos sabores hechos por ella misma.
En aquel banco antiguo- de los pocos que quedaban, porque estaban remodelando la avenida- estaba ya sentado JQ, cerveza en mano, con esa mirada que parecía verse atraída por las remotas constelaciones. Él estaba allí, físicamente, pero desde luego su cabeza estaba en un lugar muy, muy lejano. Quizá pensaba en su vida, en qué hacía allí, con aquella cerveza barata, con esa barba sucia, con ese aspecto, y con esa gorra ridícula que, de lo que pudo ser, ya no tenía nada. De repente -no sé cómo me vio llegar- empezó a hablar y a hablar, y a mí me parecieron horas.
…
Al acabar hizo una pausa. “Es esta mí, nuestra historia chico”- y se fue en dirección al muelle, desapareciendo entre los barcos. Y, al fondo, brillaba la luz de la luna. Tembló en el ambiente el aullido de un perro, al que reaccioné minutos más tarde cuando, ni siquiera aún, había salido de mi asombro. Era de noche.
…
Cerré los ojos para oír al mar besar la orilla. Sentí un extraño placer cuando la espuma me acarició los dedos, y percibí ese aroma a sal que tanto me gusta. Noté cómo el recuerdo de sus labios rozaba los míos, y entreabrí los ojos pensando, por un momento, que seguía allí, quizá entre las palmeras, quizá entre las miles de millones de partículas de la fina arena negra. Noté el calor del fuego de la hoguera que brillaba a mis espaldas. Hacía frío. Oí, entre el eco de la suave brisa, un “te quiero” perdido que me erizó la piel. En mi cabeza resonaba una y otra vez su risa, y en la luna parecía verse reflejada su sonrisa. En mi Atlántico infinito veía pequeñas luces, quizá de barcos, quizá de alguna isla perdida, quizá de alguna estrella confusa que añoraba, como yo, el amor. El dulce sonido de su voz iba y venía con las olas, como la del grillo que, a lo lejos, tarareaba fiel su melodía.
Sujetaba en mis manos su reloj. Fue un regalo de su abuelo, y ella me lo regaló la última semana que estuvimos juntos. Sólo tenía una aguja; el segundero. Así era como ella solía decirme que me amaba, segundo a segundo. Así era como su abuela quería a su abuelo. Dejé caer una lágrima en el cristal y enseguida se perdió en la arena. No lloré más; ella solía decírmelo, yo se lo prometí: “nunca, nunca llores si yo no estoy contigo para consolarte”. Me senté a mirar hasta donde no me alcanzaba la vista. Entre mis manos jugaba, como con el tiempo, con la fina arena de la playa, que caía sobre la primera foto que nos sacamos juntos. En mi cabeza me hacía la misma pregunta una y otra vez: ¿Acaso había, ahora que Gabriela ya no estaba, algo importante? Pensé mucho en la respuesta –si acaso la había-. Es ahora cuando la necesitaría a ella, que siempre tenía una. Aprendí muchísimo con y de ella, y sé que me pediría que siguiera, que saliera adelante, me haría prometer que sería fuerte. Yo no sentía las fuerzas, pero poco a poco me di cuenta de todas las cosas importantes que tenía en mi vida: mi carrera, que había sacado año por año, mi perro, que nunca me falló, mi hermano, al que amo y que está planeando su boda con Mónica, mis padres, que siempre han estado ahí, mi isla, a la cual adoro… y sus abuelos, Gregoria y Joaquín, quienes me han demostrado que, a pesar del tiempo y la distancia, de los errores y equivocaciones, el amor, si es verdadero, es posible.
Era ya muy de noche cuando decidí volver a casa para descansar. Pasé como siempre hice, más de niño, por la avenida, por todas las palmeras y todas las solitarias farolas, por todos los bares en los que a pesar de la hora todavía había clientes, y me detuve en la puerta de la heladería. La heladería en la cual pasé eternas horas sin saber que su dueña, mi segunda madre, era abuela de la chica a la que yo amaría sin descanso desde el primer segundo en que la vi. La puerta estaba cerrada y el cartel colgado, pero entré y allí estaba ella, con su piel aún morena desgastada por los años, con su siempre dulce mantel manchado de un sinfín de colores y sabores. Me miró con los ojos de la experiencia, con los ojos de una mujer que sufrió toda una vida la ausencia de su gran amor- como lo era Gabriela para mí y como siempre lo fue Joaquín para ella- y me hundió en sus veteranos brazos. Ella nunca perdió la esperanza de volver a ver a su amor –y lo hizo- sólo por el hecho de que seguía viva, pero sabía que el mío, su nieta, nunca volvería. Permanecimos un rato así, en silencio, sin palabras. Yo sentía cariño, sentía una amiga, una abuela y una madre. Sentía calor y no venía de la vela que siempre permanecía encendida en el mostrador. Me entraron ganas de llorar, y noté que ella lo hacía. Era la primera vez que la veía hacerlo. Qué dura llega a ser la vida. Cómo sufrimos. Cuánto lo hacemos por amor. Me cogió de los brazos, me miró fijamente con los ojos llorosos y me dijo: “Daniel, no dejes que todo lo que has pasado con ella sea en vano. Recuérdalo como la mejor época que has vivido hasta ahora, recuérdala a ella como tu gran amor, pero no dejes que esto te supere. Debes superarlo tú. Ella se sentirá orgullosa de ti allí donde esté, pero tienes que sobreponerte”- y se metió en el almacén sin decir nada más. Abrí la puerta. Salí, hacía frío. Me dirigí a casa.
Al llegar a mi cuarto esa noche, el espacio me atormentaba. Habían pasado casi ocho años desde aquella vez en el jardín, cuando no pude siquiera mirarla a los ojos. Ahora, en esta cama infinita en la que tantas noches dormimos a escondidas cuando éramos demasiado jóvenes para poder decirlo y en la que tantas noches nos entregamos el uno al otro, recuerdo todos aquellos momentos y a pesar del dolor no puedo evitar que se me escape una sonrisa. Recordé las últimas palabras de JQ, como yo lo conocía por aquel entonces, en nuestra primera conversación: “Y a pesar de todo, la seguí amando cada día. La seguí teniendo en mi mente a cada momento. Sabes, es como las estrellas, no siempre puedes verlas, pero están ahí. Y ella siempre ha sido la más grande de mi universo. Es esta mí, nuestra historia chico”. Cerré los ojos.
…
“Era una época difícil, yo estaba todo el día en la mar. No conseguíamos buena pesca. Gregoria y yo discutíamos por ello. Éramos jóvenes, yo tenía 33 y ella cumpliría los 29 dentro de poco. Ella me aseguraba que con la heladería teníamos suficiente para vivir, incluso más. Y es verdad, teníamos la suerte de ser la más famosa y solicitada de la isla, pero yo quería darle a ella todas las cosas que se merecía. Salía muy temprano por la mañana y volvía de noche cerrada, los días que volvía. Aun así, ella siempre me esperaba con una sonrisa. Pero empecé a faltar cada vez más días, poco a poco fueron siendo semanas. En los puertos era imposible encontrar un bar donde no hubiera alcohol. Algo que he aprendido, y que sufrí esos días para perjudicarme todos estos años, es que cuando somos débiles somos mucho más vulnerables. Comencé a beber más y más. Al principio volvía a casa siempre sobrio, pero con el tiempo empecé a llegar cada vez más ebrio. Mírame. En qué me convertí. Ella me suplicaba que no volviera a salir. Esperábamos un hijo. Ni siquiera eso me hizo recapacitar. La primera noche que salí después de saberlo, no volví. Cuando me dirigía al barco, botella en mano, me di la vuelta. Paré un segundo. Miré esos ojos azules que me habían enamorado y me seguían teniendo enamorado. Vi en ellos vacío, decepción, pena, tristeza. Vi que comprendían que esta vez no había billete de vuelta. Vi, por primera vez, ira. Pero yo, con el alma hundida en la miseria y ahogada en alcohol, puse un pie en aquel maldito barco. Chico, nunca seas tan cobarde como yo. No permitas que alguien tan infinitamente buena como ella esté a tu lado si vas a ser como yo lo fui. Algunos meses después, estando en altamar, me llegó un sobre. En la parte de atrás había escrito un mensaje: no me vuelvas a dar la espalda, por lo menos sé un hombre y léela. La abrí, y mientras lo hacía, derramé en ella el resto de una botella de ron. Era su impecable letra. Había nacido nuestro hijo. “Tú precioso hijo, que tú te estás perdiendo, ha nacido. Le diré quién y cómo eres, así no será como tú”. Pasaron 39 años hasta que volvió la siguiente carta. La semana pasada. Venía de Madrid. –“Hola Papá, soy tu hijo. Sólo quería que supieras que vivo en Madrid con mi mujer y mis dos hijos, una nieta y un nieto para ti, pero tengo que volver a la isla. Mamá está enferma. Pensé que te interesaría. Un beso.” Aquellas palabras fueron espadas clavándose en mi corazón lentamente. Tiré la botella que tenía en la mano. Sentí que todo el daño, todo el dolor que había hecho sufrir a la gente de mí alrededor se concentraba en cada rincón de mi cuerpo, como pequeños y múltiples orígenes del universo sucediéndose en cada pedazo de mi sucia piel. Era el castigo por ello. Pero volvería. Chico yo iba a volver a mi isla. Ese mensaje activó algo en mí. Estaba harto de llevar tanto tiempo siendo un cobarde, escondiéndome tras botellas vacías que solo me lle naban de penas. En el viaje de vuelta, no sabía qué me iba a encontrar. No sabía cómo estaría la ciudad de la que había huido, pero lo que me atormentaba y me llevaba atormentando tantísimos años, era Gregoria. A pesar de todo, de mi error, de todos y cada uno de mis fallos, la eché de menos cada hora, cada minuto, cada segundo. “Te amo segundo a segundo, Joaquín, por eso en el reloj solo necesitas el segundero” me dijo cuando me regaló este reloj. Me comía por dentro preguntarme si me querría tan siquiera volver a ver. Una parte de mi quería que fuera así, que hubiera olvidado a su borracho y cobarde amor, pero otra necesitaba que me recordara como el que era antes de irme. Chico cuando conozcas a una mujer que te hace tan feliz como ella siempre lo hizo, cuando es tan rica de corazón que cada día te hace vivir una aventura, entonces acuérdate de este viejo y no la cambies, no la dejes ir. El único material que importa es el corazón, pero es tan frágil y tan poderoso que tienes que cuidarlo, a pesar de cualquier circunstancia. Llegué hace dos días. Ya no estaba mi viejo barco. Y lo único que he hecho ha sido comprarme estas cervezas, nada más. En realidad, todo lo que he hecho en mi vida, ha sido eso, nada. Le fallé, no una vez, sino cada día durante todos los años que no estuve, y todos en los que estuve pero la hice sufrir. Pero a pesar de todo, la seguí amando. La seguí teniendo en mi mente a cada momento. Sabes, es como las estrellas, no siempre puedes verlas, pero están ahí. Y ella siempre ha sido la más grande de mi universo.” Hizo una pausa. “Es esta mí, nuestra historia chico.”
…
Volvía a casa aún sin salir de mi asombro, pensando en la historia que me acababa de contar. En un principio no le creí, pero se veía en su mirada tanta verdad que se me hizo imposible no hacerlo. Tenían sus ojos un brillo tan especial, tan profundo ante una verdad tan sincera, que supe que aquel hombre decía la verdad. Vi a Gregoria Cabrera de lejos, y no vi a una mujer anciana, enferma y apagada, vi a una joven, viva y con toda la luz y plenitud del mundo sonriéndole a su amado, feliz. Me imaginé, por en segundo, lo diferentes que podrían haber sido las cosas si Joaquín no hubiera puesto su pie en aquel barco para no regresar hasta ahora, qué habría pasado si hubiera recapacitado. Quizá Gabriela y yo no nos hubiéramos conocido, quizá ella ni siquiera existiría, quizá no me hubiera rozado con su mano e hipnotizado con su mirada. Me di cuenta de cómo nuestras decisiones nos cambian la vida, y cuánto nos pueden llegar a afectar las de los demás. Recordé entonces que, antes de salir de casa, había tomado una decisión, hablar con Gabriela.
Nos vimos al día siguiente, como acordamos esa noche. Y los siguientes siete. Hablábamos como si estuviéramos pensando en voz alta. Nunca había conocido a nadie tan inteligente. Tenía algo, era rara, muy rara, y era distinta, muy distinta a las chicas que yo había conocido. Y fue ese algo que no era nada pero que para mí significó todo, lo que me llevó, no sé si conscientemente, a tomar una decisión. Quizá fue que me seguían pesando demasiado las palabras de JQ, quizá fue esa incontrolable sensación de tormenta en el pecho, quizá fue el amor o quizá fue pensar que quien no arriesga no gana, pero aun sin saber bien el porqué, me acerqué a ella y la besé. El tiempo se detuvo y yo sentí la necesidad de seguir besándola, de perderme en sus lunares, de acariciarle la piel, de tocarle el pelo, de caminar por su voz, de volar en sus ojos, de colarme entre sus dedos, de recorrer su cuerpo una y otra vez. Abrí los ojos aun besándola y como si me hubiera visto ella también lo hizo, y nos miramos por un segundo que fue eterno y me colé en su alma y desde ese momento anclé en ella mi ser. El siguiente segundo no pudimos evitar sonreír y nos abrazamos, y volví a sentir una necesidad, de atarme a su ombligo, de acostarme en sus labios, de oír su respiración, de decirle un “te quiero” al oído. Y seguimos hablando y seguí sintiendo la necesidad de a cada rato darle un beso y que ella me lo diera a mí. Y sentí la necesidad de correr y la cogí del brazo y corrimos por la avenida, y al llegar a la playa nos descalzamos y seguimos corriendo. Y cuando no nos dio el aire para más, nos sentamos en el suelo, exhaustos, y nos miramos el uno al otro. Aunque en mis ojos no estuviera escrito que quería estar con ella constantemente, sé que lo apreció. Acarició mi cara con su mano y la dejó posada. Me volvió a besar.
Permanecimos un rato en silencio. De repente noté que suspiraba, y antes de decirlas, adiviné sus palabras por la forma en que miraba a la terraza de la heladería.
-Mi abuela está enferma, por eso hemos venido- me dijo con un claro tono de preocupación.
-Se recuperará, es muy fuerte- le dije mientras le cogía la mano.
-No sé Dani, ha sufrido mucho y lleva sola muchísimo tiempo. Hemos hablado con ella y no está animada. Lo único que le mantiene la ilusión es la cara y la sonrisa de los niños al entrar en la heladería. Ahora que vinimos nosotros ha estado más distraída, ya sabes por Miguel y por mí. Le alegra mucho que nos hayamos hecho amigos. Te quiere mucho y dice que eres un chico fantástico. Pero aun así, tantos años sola y encima ahora que está enferma… echa muchísimo de menos a mí abuelo, que…
-Lo sé- la interrumpí. Dudé un segundo si contarle que había conocido a su abuelo, pero decidí que era lo mejor. -Gabriela tu abuelo está aquí. Lo conocí la semana pasada, me contó toda la historia. Me la contó solo a mí, no sé por qué, lo vi en ese banco de ahí y al día siguiente me lo dijo todo-. Vi la sorpresa en la expresión de su cara.
-¿Cómo sabes que era él? No lo conoces, ni siquiera mis padres y yo lo conocemos-.
-No le creí al principio. Pero empezó a hablar y vi en sus ojos tanta verdad, tanta rabia contra sí mismo, lo contó con tanta vida que sé que dice la verdad-. Confía en mí. Está aquí, y estoy seguro de que vendrá y se sentará en ese banco. Solo tenemos que esperarle. Y esperamos. Cuatro días estuvimos esperando siempre a la misma hora, pero no aparecía. Al quinto empezamos a pensar que se habría vuelto a ir, que todo había sido una mentira. Pero justo antes de irnos y darnos por vencidos, vimos aparecer entre las máquinas de la obra una figura de traje marrón, muy arreglado, bien peinado y afeitado y con un ramo de rosas rojas, y una gorra vieja en la mano.
-Chico no creerías que me iba a presentar con aquellas ropas. He tenido que hacer un gran esfuerzo para conseguir todo esto. Estoy preparado para que no me quiera ver, pero yo necesito al menos intentarlo-.
Cuando terminó de hablarme a mí, miró a Gabriela. Se le puso el gesto frío, tenso, como si inmediatamente la hubiera reconocido. La verdad, tenían esa misma mirada profunda, y se ataron la una a la otra. Se les perdieron a ambos las palabras entre la energía de sus ojos. Ella supo que él era su abuelo. Ese abuelo que nunca conoció pero del cual sabía toda su historia. No sabía qué sentía. ¿Alegría, odio? Qué delgada se le hizo la línea que separa a ambos. Por cada segundo que pasaba se balanceaba a un lado y al otro de esa línea. Lo había echado de menos desde que era una niña, y recordó todas aquellas noches en que miraba a la luna, agarrando la mano de su peluche –sus dos mejores amigos- buscando una respuesta, si algún día volvería, preguntándose cómo le iría allá donde estuviese. Se había imaginado muchísimas veces esa primera vez de todas las formas que sean posibles en una niña, pero ahora que la estaba viviendo no sabía cómo reaccionar. Él se arrodilló, delante de ella. Sacó dos rosas del ramo, que me dio para que lo sujetase, y con la otra mano cogió la suya. Ella no la rechazó.
-Te he pensado cada día, a ti y a tu hermano, desde que me llegó la carta hace unas semanas. He pensado cada día en tu abuela y la he intentado sentir en cada estrella del cielo, no ha habido día que no haya pensado en tu padre, ni siquiera sabía cómo era pero deseaba que fuera todo lo contrario a mí. De verdad, les he fallado todos y cada uno de los días de mi vida, y no creo que les merezca. Es egoísta venir ahora, cambiar tu vida, la de toda la familia. Pero cuando supe lo de tu abuela… no pude soportar pensar que le fuera a pasar algo más. Me hizo abrir los ojos y ahora estoy aquí. Lo siento. Con el corazón, lo siento-. Lloraba.
-Si de verdad lo sientes, ve con ella y díselo. Sé un hombre ahora y ten el valor de afrontar todos estos años que no has estado-. Su mirada era tan fría que casi se notaba en el ambiente. Ella también empezó a llorar. Cogidos de la mano, lloraban los dos todos los años separados sin conocerse. Gabriela le dio un beso en la frente, él se levantó y le dio otro. Estuvieron un rato abrazados. Yo, que había estado observándolo todo, le hice un gesto a Gabriela señalando el móvil, para que me avisara más tarde. Asintió. Y ellos, juntos de la mano, ella con dos rosas y él con un ramo, fueron camino de la heladería.
…
Gregoria se recuperó de su enfermedad. Todavía se estaba reponiendo de la última operación, pero se encontraba con ganas, ganas que no tenía desde hacía tiempo. Joaquín estuvo con ella cada día y cada noche en el hospital. Ya había pasado un mes desde que se presentara con Gabriela en la heladería. Cuando lo vio aparecer, le pasaron los 40 años de soledad por sus ojos en un segundo. Se le unieron todos y cada uno de los sentimientos posibles en el corazón, y bailaban tan locamente que alcanzaron hasta el último rincón de su frágil cuerpo. Gabriela enseguida puso el cartel, cerró la puerta, y se fue.
Nadie sabe lo que pasó en aquella heladería. Pero estoy seguro de que la magia que surgió es mil veces más bella a cualquier amanecer o espectáculo natural que ningún ser haya podido presenciar. Ellos no quisieron contar nada. Pero cuando Gregoria tuvo que ingresar, él no se apartó ni un segundo de su lado.
Gabriela y yo ya éramos oficialmente novios, todos en nuestras familias lo sabían y mis amigos no paraban de mandarme mensajes para salir. Quedaba poco verano, y teníamos que aprovechar al máximo el tiempo. Hicimos muchísimas cosas, ella y yo solos, con los amigos o en familia. Incluso aprovechamos unos días que mis padres no trabajaban y nos fuimos a Tenerife, donde hicimos un recorrido por toda la isla, sus preciosas costas norteñas y sus calurosas playas sureñas, visitamos el Teide que impresionó muchísimo a Gabriela –a quién no- y paseamos por todos sus parques y alrededores.
…
Al volver a abrir los ojos, vi su lado de la cama hecho. Recordé que ya no estaba. Le habían detectado un cáncer hacía un mes, y a pesar de que luchó, de que todos luchamos con todas nuestras fuerzas, no pudo superarlo. El día que me llamó para decirme que se lo habían detectado yo estaba a punto de entrar a un juicio como secretario judicial. Una separación. “Hasta que la muerte os separé” pensé. Comprendí la sensación que Joaquín me había contado años atrás. “Espadas clavándose en mi corazón lentamente”. Así fueron las palabras de Gabriela. Inmediatamente cogí el coche y fui directo al hospital.
-Un mes, como mucho- me dijo. No llores, Dani. Tampoco cuando yo no esté, no lo hagas si yo no puedo consolarte. Quiero que este mes sólo me sonrías. Ese es el recuerdo que quiero de ti. Quiero que pasemos juntos el tiempo que nos queda y tenemos que aceptar que es muy poco.
Pasamos sus últimos días dando paseos por la playa, era lo único que le apetecía. Nos sentábamos, llevábamos las cosas para comer allí. Cada vez estaba más pálida, cada vez tenía menos fuerza. Pasábamos muchísimo tiempo en silencio, cogidos de la mano, sin pensar en el tiempo. Ya no importaba. Mirábamos aquellos preciosos amaneceres y atardeceres. Ahora le dábamos muchísimo más valor a los detalles insignificantes. Dombe, mucho menos juguetón que antes, solía venir con nosotros. Él también estaba mayor y sabía que a Gabriela le ocurría algo.
-Toma el reloj Dani, quiero que te lo quedes- me dijo casi sin fuerzas para hablar.
Lo cogí y miré el segundero. La aguja seguía pasando, segundo a segundo, pero la vida, o la muerte, ya había determinado que cada vez quedaban menos por pasar estando juntos. En mi cabeza vi la aguja parándose, para siempre. Ese pensamiento se coló entre la vida que yo me había imaginado junto a ella, entre lo que habíamos vivido, entre lo que yo pensé y deseé que nos quedaba por vivir.
-Me hubiera gustado envejecer contigo, Gabriela. Sabes, desde que te vi por primera vez, nos imaginé haciéndolo-.
-Lo sé- dijo mientras se apoyaba en mi pierna. “Te quiero” susurró justo antes de quedarse dormida.
Gabriela Cabrera murió esa semana. Permanecí a su lado hasta su último suspiro. Tomamos juntos por última vez un sorbete de limón, nuestro preferido. En la mesa, apagué la vela que habíamos encendido. La cera se secaría, pero la llama de Gabriela seguiría derramándola en mi recuerdo y aunque su corazón se hubiera parado, en el latido del mío yo la conservaría.
FIN
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